ALFREDO CASTAÑEDA

El discurso pictórico de Alfredo Castañeda

Dueño de un oficio impecable y de un sentido innato de la composición, sus obras son productos muy “acabados”, meditados tanto en el aspecto factural como en el iconográfico

CULTURA

·
“LOS ABUELOS”. 1993. Óleo sobre lienzo. Cortesía: familia Castañeda.Créditos: Cortesía: familia Castañeda.

Castañeda es, entre los artistas actuales de México, quien ha sondeado con mayor profundidad el universo de la memoria individual. Puede decirse que la totalidad de su obra arranca de temas que se inscriben en vivencias y recuerdos que el pintor rememora a través de yuxtaposiciones simbólicas que dan lugar a un discurso de primera mano aprehensible, aunque no siempre de fácil lectura.

Todo símbolo es polivalente y da lugar por tanto a diversas interpretaciones. En las pinturas de Castañeda, la trasposición simbólica está trabajada mediante imágenes que, si bien son plenamente discernibles desde el punto de vista perceptual, en cambio no lo son tanto en cuanto al mensaje que transmiten. Su temática es presentada en forma ambigua, como si el artista quisiera dar lugar a que el espectador establezca un juego entre sus propias vivencias y los motivos que conforman la representación.

Dueño de un oficio impecable y de un sentido innato de la composición (que tal vez tiene su origen en sus estudios de arquitectura), sus obras son siempre productos muy “acabados”, cuidadosamente meditados tanto en el aspecto factural como en el iconográfico. En ellos no hay lugar para el gesto espontáneo ni para el accidente imprevisto. Antes bien, la bienhechura metódica, en algunas ocasiones casi hiperrealista, es inherente tanto a su quehacer pictórico como a su gráfica.

Este pintor frecuentemente ha sido vinculado con la corriente surrealista que -principalmente desde la cuarta década del siglo en adelante- tanta vigencia ha tenido en la pintura mexicana, aunque en realidad vengan a ser muy pocos los artistas que –expresándose dentro de esta tónica o tónicas afines- tengan en su haber una producción digna de ser tomada en cuenta.

A diferencia de muchos artistas adeptos a un surrealismo “ortodoxo”, Alfredo Castañeda nunca ha desdeñado la utilización de la razón para organizar en el cuadro sus evocaciones y fantasías. Por lo tanto, si bien su arte presenta claros elementos de raigambre surreal, (…) cada una de sus obras corresponde a fantasías organizadas que tienen su fundamento en un sondeo interior, producido mediante un proceso a la vez introspectivo y asociativo.

(….) Hay dos puntos básicos a considerar en la obra de Castañeda. El primero se refiere a los seres que pueblan su mundo pictórico, y el segundo, al tipo especial de actitud que él asume ante estas imágenes. A ambos he de referirme brevemente con el objeto de intentar una aproximación algo más profunda de la que se obtiene a través de un primer enfrentamiento con las obras.

La iconografía de Castañeda, las imágenes y ambientes que él crea, proviene, como he dicho, de vivencias introyectadas. Tales vivencias están referidas a experiencias de infancia o de adolescencia, a evocaciones de personajes reales o ficticios que de algún modo han influido en su vida, a sitios vagamente recordados y, sobre todo, a textos poéticos y literarios que han constituido una especie de puntal en su conformación ideológica. Entre éstos, los que se relacionan con la literatura de los místicos españoles y con la literatura romántica y postromántica tienen especial importancia. También la música y el cine dejan fuertes improntas mnémicas en este pintor. Sin embargo, sus representaciones plásticas no guardan una relación directa –de causa a efecto- con las fuentes a que he hecho mención. Al decir que no existe relación directa, lo que quiero dejar explicitado es que Castañeda no es un ilustrador de los textos que evoca, ni un transcriptor que traduce a otro lenguaje las imágenes o sonidos. Tampoco produce una “fachada” que da cuenta cabal de sus ensueños y vivencias interiores. Por eso, sus personajes, inmersos en situaciones generalmente poco comunes, no son susceptibles de ser descifrados a través de una lectura única, ya que no se refieren a un solo contenido simbólico, sino a varios a la vez.

(…) Algo diré ahora de la actitud que Castañeda asume ante sus imágenes. Cabe decir que ama a sus personajes y ambientes, no en tanto a que son pinturas u “obras de arte” que han salido de sus manos, sino en cuanto a que para él –como también para todo el que aprende a verlas– adquieren vida propia trascendiendo a su condición de objetos artísticos. Con esto quiero dar a entender que para Castañeda los personajes –sean o no reflejos de su propio yo- han existido o pueden existir en algún lado y por eso conservan la capacidad de transformarse.

No a través de modificaciones fisonómicas bien connotadas, sino preferentemente a través de los cambios de atuendo y de ambiente en que están inmersos. Hay algunos cuadros en los que las imágenes pueden situarse, a través del ropaje, en una época precisa: hacia fines del siglo XIX. En otros, un personaje de rasgos casi idénticos se moderniza, lleva el pelo negro y rizado y porta una vistosa camisa floreada cuyo estampado se resiste a ser contenido dentro de la figura, emigrando a otra parte. En fechas muy recientes,

el personaje, ahora más maduro, se ha dejado crecer la barba en punta alcanzando una longitud tal que llega a cubrirle el sexo (…).

Castañeda ha practicado el autorretrato naturalista, pero es posible afirmar que su Yo está presente con la misma intensidad en aquellas pinturas en las que él es objeto directo de la representación como en aquellas otras en las que su imagen aparece condensada a través de alteraciones que provienen de otros modelos, modelos siempre introyectados y siempre vistos a través de un disfraz arquetípico en el que la expresividad se encuentra propositivamente cancelada para que ésta aflore a través de la concatenación de los diversos elementos que se conjugan en las composiciones.

Texto original publicado en “Diálogos: Artes, Letras, Ciencias humanas” Vol. 16, No. 3 (93) (mayo-junio 1980), pp. 28-29 ©1980. El Colegio de México.

Por Teresa del Conde

avh