Es notorio que vivimos una crisis de liderazgo político en México. En otros países parecería que ocurre lo mismo, pero más bien lo que observamos es un apogeo del fenómeno populista, que en ocasiones se ha logrado imponer a sus opositores democráticos.
El ejemplo de Estados Unidos es útil para el contraste: hace cuatro años Hillary Clinton venció en el voto popular a Trump, aunque fue derrotada en el Colegio Electoral. Hoy se perfila con mayor probabilidad de éxito la dupla Biden-Harris para la elección de noviembre, mientras que Trump hace todo tipo de tretas dignas del PRI de antaño para tratar de impedirlo; la más reciente, minar el financiamiento del correo público estadounidense para dificultar el voto a distancia y cuestionar la legitimidad de la elección. El partido demócrata tenía muchas alternativas para su candidatura, mas evitaron caer en su propia tentación populista al elegir a Joe Biden sobre Bernie Sanders, quien seguramente habría llegado con menos probabilidad de triunfo. Y una vez encumbrado Biden, designó como compañera de fórmula a Kamala Harris, senadora por California, quien a pesar de ser una “demócrata de San Francisco”, etiqueta con la que se denostaba a las fracciones más progresistas de ese partido a finales del siglo pasado y ciudad donde Harris inició su carrera política, resulta ser una candidata más bien moderada, talentosa, con amplia experiencia de gestión gubernamental, y óptimas credenciales como debatiente. No era la única opción para Biden, y habrá quien piense que incluso tenía mejores alternativas, en especial la propia ala progresista de los demócratas. Pero ello es evidencia de que ese partido cuenta con muchos cuadros de alto calibre en sus bancadas legislativas y cargos estatales para esta elección y las que vengan.
Acá en México las cosas no se ven bien. Y no sólo por la calidad de las decisiones de nuestro gobierno. Peor aún es la ausencia total de un discurso y liderazgo consistentes del lado de la oposición, quienes debieran estar a cargo de frenar a ese mal gobierno y ofrecer una buena alternativa a la población. El contraste con los Estados Unidos se hace aún más elocuente, y resulta indispensable entender por qué estamos en esta situación. No es casualidad.
No es tan solo el resultado fortuito de que los liderazgos actuales del PRI y del PAN compartan el pecado político reciente de haberse coordinado de forma impecable para encumbrar a su némesis: del lado de Acción Nacional, cerrando sistemáticamente su democracia interna, y construyendo una alianza con el único propósito de asegurar la candidatura presidencial para su líder nacional; del lado del PRI, habilitando un proyecto electoral y de gobierno caracterizado quizá como nunca antes por la sombra del dinero sucio y de la corrupción. En buena medida a estas dos tendencias debemos el entronizamiento de Morena como “hegemonía democrática” aspiracional. También a ello debemos la profunda debilidad de las dirigencias legislativas y partidarias actuales del PRI y el PAN.
Pero el desastre en el PRI y el PAN sólo es explicable en un entorno donde los partidos políticos, lejos de ser espacios de participación abiertos y porosos a la participación ciudadana, se han convertido en franquicias oligárquicas al servicio de sus mandamases, protegidos éstos por reglas (alto financiamiento, altas barreras de entrada a la creación de nuevos partidos, entre otras) que les hacen fácil defenderse con éxito ante retos internos y externos a su control. Así se cocinan las crisis de liderazgo. No cuando se abren las avenidas de competencia y se cuenta con una participación vibrante y diversa desde distintas perspectivas. Sino cuando se construyen castillos para proteger a quienes viven dentro de la realidad que les rodea. Tarde o temprano esas fortalezas los hacen ver ridículos ante el reto de reconstruirse fuera de ellas. Y facilitan las cosas a los adversarios, por malos que sean.
[nota_relacionada id=1191249]POR ALEJANDRO POIRÉ
DECANO ESCUELA DE CIENCIAS SOCIALES Y GOBIERNO TECNOLÓGICO DE MONTERREY
@ALEJANDROPOIRE
irv / eadp